El Perrito de Víctor Opinión

Soundtrack 04. Oscuro ron como disco caifán

Por: El Perrito de Víctor

El perro hace poco lo comentaba con alguien. ¿A quién se le pudo ocurrir que los 17 años alguien sabe lo que quiere hacer el resto de su vida?

Debe ser una de las graves fallas del sistema educativo nacional.  ¿Cuántas profesionistas exitosos no querrán estar haciendo otras cosas en sus vidas?, ¿cuánta amargura y frustración habrá detrás de cada exitosa trayectoria profesional?

Pero bueno, así era y así es nuestra realidad y un grupo de “prometedores” aspirantes a ingenieros industriales se reunían (fugaban) de la cotidianeidad  en su grupito de teatro que ofrecía su “alma mater” como una de las opciones de actividades extracurriculares.

Eran finales de los ochenta y principios de los noventa. Las drogas no estaban tan a la mano como ahora, pero sí que podían embriagarse como marineros.

El perro ganaba entonces algún dinero como músico de grupo versátil (léase pachanguero), y pues tenía para aportar sus tradicionales “veinte” para las caguamas.

Eran buenos tiempos, lo rememora y admite el pulgoso narrador: cero preocupaciones, cero deudas y un montón de tiempo para desperdiciar echado sobre el prado.

El destino de vez en cuando logra cosas buenas y reunir a esa jauría de ociosos fue una de ellas. Todos discutidores, todos “eminencias”… todos unos ignorantes, pero a la vez todos sedientos de aprender, de escuchar, de divagar. Cero ortodoxias, cero exclusiones.

Como en todo momento, en ese entonces el mundo estaba cambiando y al igual que con cualquier otra evolución, la de los perrillos aquellos les parecía, les resultaba la más importante. ¡Cielos!, pasaban tantas cosas y estaban ahí, juntos, vivos, despiertos para analizarlas, comentarlas y quizá para… ¿vivirlas?

Si hay algún cachorro veinteañero leyendo esto le costará creer que existió un mundo sin internet y peor aún: hasta sin telefonía celular. Sobra decirlo: programar una “peda” era casi un milagro que —a pesar de todo—cotidianamente lograban.

La situación mejoró cuando a uno de la perrada le encargaron el cuidado de una casa vacía por el rumbo de la colonia Industrial Aviación.

Una de esas tardes sucedería uno de los hechos definitorios de sus vidas, aunque no lo sabían: el descubrimiento de Caifanes y su disco negro.

¿De quién era el acetato?, ¿quién pudo por fin comprarlo?, ¿en qué aparato lo escucharon? Las respuestas se pierden entre los cristales con olor a alcohol que —aún ahora— los hacen llorar.

Era una ocasión especial, lo intuían, así que en lugar de las tradicionales caguamas se armó la compra de dos botellas de ron Palmas y refrescos de toronja. Las chicas reclamaron por falta de comida y algo —que a la memoria del perro redactor se le escapa— se debió haber hecho al respecto.

Lo inolvidable es que el disco abre con la de sobra conocida “Mátenme porque me muero” de la que mucho se ha hablado y comentado, razón por la cual el canino considera ocioso dedicarle algún comentario.

Sigue como segundo track “Te estoy mirando” (http://bit.ly/2t52RMh).  Entrada de batería electro-acústica, muy tradicional en aquellos años por ser la manera de lograr una mejor grabación. Teclados, bajo y guitarra daban paso a lo que para nuestros jóvenes oídos resultaba ser la mejor poesía: Acércate/ juntemos pieles formando sombras/ Olvídate de tus misterios de una razón/ Enciérrame en tus suspiros en tus sueños / ráptame, rompamos juntos esta evasión”.

Y más adelante un verso inquietante: “Y déjame hacerlo todo solo una vez/ Y clávame en tu cabecera/ Y déjame donde no me olvides”. ¿Seríamos los únicos que pensábamos que Saúl estaba haciendo una confesión gay en la segunda canción de su primer disco? La duda se aclararía meses más tarde cuando algunos de esos perrillos tuvieron la oportunidad de ver al grupo en vivo y entender que el señor Hernández se refería a ser clavado en la cabecera como Jesús en la cruz a manera de protector de “la” ocupante del tálamo, aunque…bueno eran los ochenta y los noventa y esos fueron unos años muy, muy raros.

“Cuéntame tu vida” (http://bit.ly/2t5B3HE) es la siguiente canción del disco. Líneas arriba se cita parte de la letra, pero en la memoria del perro redactor el verso más grabado es el de “Veo perros que se arrastran al ladrar/ Me acuesto en el suelo y me dan ganas de morder/ Esa angustia de tener seco el corazón/ Cuéntame algo, que si no voy a enloquecer”. Una urgente incitación a charlar y chalar. Horas y horas de ladridos, entre litros de café y nubes de humo de tabaco. Horas invertidas que uno confía que no hayan sido sólo tiempo perdido. 

“Será por eso” plantea la estancia del autor en una clínica de salud mental con una excelente ambientación musical. Depresiva en extremo.

“Viento” se convertiría en uno de los grandes, inmensos, himnos ochenteros sobre el que sería redundante redactar. Al perro sólo le gustaría recordar que pensó (aunque no sabe si lo dijo en su momento) que esta canción se volvería un clásico.

Más interesante para el comentario resulta “Nunca me voy a transformar en ti” (http://bit.ly/1KfOlH8). Canción tejida con versos simples que plantean lo que debería ser un precepto elemental en cualquier relación: se puede dar todo, pero no dejar de ser uno. “Te voy a dar todas mis cosas/ Para que no te falte nada, corazón/ Te voy a dar todas mis venas/ Para que cures todas tus penas, corazón/ Pero nunca me voy a transformar en ti”. Mensaje simple, sin complicadas metáforas ni retorcidas figuras retóricas.

“Amanece” es otra las preferidas del Perrito de Víctor quien considera el coro de la canción una declaración de principios: “Nunca nadie me podrá parar/ Solo muerto me podrán callar/ Nunca nadie me podrá parar/ Sólo muerto me podrán callar”. Y aquí sigue… escribiendo sobre frivolidades con una profundidad digna de mejores asuntos. Confía que de lo “importante” ya se estén ocupando mejores plumas. Así que sigue adelante.

El disco cierra con “La bestia humana” y “Nada” (http://bit.ly/2sVz75T)  y no podría haber sido mejor.

Visto a la distancia, constituye el último track un documento musical en el que se atisba el nuevo rumbo que seguiría el llamado rock nacional, o por lo menos su veta más comercial.

De la letra ¿qué decir?: “Ya no es nuevo el vacío en la obscuridad/ Ahora vuelves/ Siempre tú quieres ganar/ Tus palabras/ Me han rasgado ya la piel/ No lo grites, ¿para qué?”. Todo ello enmarcado por un teclado preponderante y un ritmo de batería firme cual muro de concreto sobre el cual, ligeros como telarañas, se perciben apenas los rasgueos de la guitarra de Saúl Hernández.

Y pues sí. Así como el destino unió a ese grupo de incipientes fans caifaneros de finales de los ochenta, más tarde que temprano los desperdigó. No floreció entre ellos ninguna relación duradera: no salieron matrimonios felices, ni amistades para toda la vida. Fue un momento fugaz, aunque intenso como el disco mismo en mención.

Hasta donde sabe el perro, ningún integrante de la jauría ha muerto, pero sus vidas, supone, se volvieron rutinarias… “normales” y supone que eso es bueno. Madurar —lo sabe— se le llama al proceso.

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